Lo conté una vez. Ciertos personajes se acercaban al editor en busvca de un espacio para inflar su ego. Buscaban vanagloria. Pretendían sus nombres entintados en la página impresa, e imaginaban a millares de lectores agraciados por las “novedades” de esas “figuras públicas”.
Nunca me entretuve en soñar despierto: ni congresos, ni regalos, ni viajes, ni comidas, ni dinero bastarían para firmar elogios, fratricidios.
No soy rico, pero renté de mis propios bolsillos la mitad de las veces que cruce el charco para besar a mi familia italiana y procurar documentos de un cineasta dominicano, olvidado, como toda gente ilustre que piensa por su propia cabeza.

Ni embajadas ni fundaciones me enrolaron en vuelos retributibos. Tampoco lo hicieron los patrocinadores de mis libros.
No estoy llorando miseria: en estos años de intenso periodismo he tenido que lidiar con agujeros que amenazan mi razón.
Algún que otro iluso ha puesto precio a mi deber profesional, y otros han prometido villas y castillas a cambio de sermones laudatorios. Ningún caso ha mellado mi tozudez. En una democracias no se puede ser pobre, pero tampoco estúpido: ando en un vehículo de tercera mano; soy vegetariano y no me las doy de galán en busca de aventuras amorosas.
Muchos me mascan y no me tragan. De veras, lo lamento. Algún día comprenderán que los favores son los colmillos de una trampa.
En Cuba aprendí una lección. Como no quería graduarme de abogado, entregué mi examen final en blanco. Dos semanas después, varios compañeros me invitaron a pasar por la tablilla de notas. El profesor me aprobó con 100 puntos, la mejor nota del aula. ”Serás un buen escritor pero un mal abogado. Te lo advierto, pero no puedo quemar por un capricho al mejor alumno de mi clase”. El favor de aquel catedrático me fue devuelto con mi propia moneda. Un año después andaba escribiendo y concursando en La Habana de antaño, a la cual tampoco le pedí favores a cambio de mi entrega oportuna.
En Santo Domingo pasé casi cinco años visitando personalidades. Todas con esmerada educación me abrían sus puertas y también me las cerraban: traer a mi familia de Cuba era un tabú que solo podía cumplirse a cambio un gran favor.
“Famosos” personajes y polémicos gestores culturales me intentaron comprometer poniéndole precio a mi cabeza. Por suerte, pude vadear ofertas indirectas con una hondonada de excusas, Comencé a comprobar que la soledad es un atenuante contra el ego. Lo mejor, para no escuchar “propuestas indecentes”, era asumir “ausencias decentes”.
Por suerte, mis verdaderos amigos dominicanos comprendieron el tipo de cerebro escondido dentro de mi cráneo y colaboraron para que mi existencia fuera lo más feliz posible.
La primera vez que pisé el Palacio Nacional de Santo Domingo lo hice al lado de un amigo que llevaba un extraño bulto en sus manos. Fuimos directo a la oficina de un alto funcionario y allí, entre charlas y café, mi acompañante le entregó el bulto. Era una medalla de oro de 24 kilates con la imagen de la Patrona de Cuba. Aquel señor no ocultó su satisfacción por el presente, hecho que mi protector aprovechó para decirle: “Necesito que le hagas un favor a este amigo”. A las pocas semanas, mi familia llegó a Santo Domingo.
El último intento de agraviarme fue el de un lector que pretendía mi favor por encima de la vulnerabilidad del tiempo. Se me acercó con aparente humildad, primero, para editarle un libro de cuentos infantiles y, después, una extensa publicación en las páginas del periódico donde me gano la vida. Como en ambos casos le expliqué con sobrada amabilidad que ambas solicitudes no podían ser posibles, le escribió a mis respectivos jefes superiores anexándoles los respectivos documentos, para que hicieran justicia ante el editor testarudo.
Por suerte, no puedo quejarme de mis superiores. Ellos me conocen y saben que llevo más de 45 años entre libros y periódicos sin inclinar la frente ante nadie.
¿Los favores? Son animales indóciles que salen de su cueva cuando nadie se imagina. Sé el precio a pagar cuando el deber se pretende comprar. Si viviéramos en otro lugar ya me habrían convertido en un brillante repartidor de pizzerías.
Pero por suerte no me ha dado la locura de escapar de Santo Domingo. Aquí, con lo que gano, tengo cama y mesa aseguradas. ¿Necesito algo más para ser aplaudido?.
